Friday, August 25, 2006

Moscas
Esa noche la anatomía femenina le pareció trágicamente hermosa. Pero no estaba preparado para ella. En realidad sabía que las cosas no iban a volver a marchar bien jamás. Al principio tuvo la sospecha pero los continuos fracasos lo terminaron por convencer. Desde hacia un tiempo, inútil precisarlo, la cama se comportaba extrañamente incomoda. Se enojó estúpidamente pero luego se distrajo pensando siete formas distintas de matar a la cucaracha que iba a cruzar la cocina cuando la luz se encendiera. Se dijo para él que la tercera era la más piadosa y saltó del colchón con la única certeza que tuvo en toda la semana. Se iluminó el lugar pero el condenado faltó sin aviso. Las cosas se empecinaban en salir peores que de costumbre. Eso era lo malo de la suerte. No tenía miramientos con nadie.
Agarró la botella de agua de la heladera. No estaba muy seguro del momento exacto en que se acostumbró a tragar con dificultad y pensar en aquello lo entristeció un poco más. Se sentía un desheredado, el reparto había sido descaradamente desigual y no era justo que la otra parte se quedara con las fotos y las ganas de todo. “Por lo menos tengo las moscas de mi lío” pensó y algunos dientes asomaron en un mueca amarga. Eso lo animó y enseguida llegó a la conclusión de que un hombre desesperado no le teme a nada, ni siquiera a los pésimos finales de la Comedia del Amor, y menos aún, al retiro voluntario de la esperanza. “Es solo un perfecto ajuste de cuentas” dijo, dos segundos antes de cerrar la heladera.
Se sentó en el sofá y amagó con encender la televisión pero ni él se la creyó. Inició un cálculo mental sobre mujeres pasadas y para motivarse se propuso encontrar rasgos distintivos ocultos debajo de la ropa interior. La excesiva paridad lo desilusionó. Luego se entretuvo separando labios y piernas y la suma lo mareó lo suficiente como para darse cuenta del problema de la matemática. La matemática no se llevaba bien con los labios y las piernas.
Decidió que un beso torpe como presentación haría el trabajo por si solo. Y que también ayudaría bastante que deje de funcionar la picardía de ser elegante cuando conviene. Pero cómo tramar la jubilación anticipada del deseo. Cómo negarse a jugar un picado en el Baldío de las Relaciones. El error es que nadie juega por jugar y eso no es jugar, es invertir. Por eso siempre se pierde, o por lo menos por eso siempre perdía él. Entonces lo mejor era dejar de pensar y ocuparse en callar las noches. De eso se trataba, de seguir y compartir la cama en silencio, de apostar al anonimato y saber que para los cobardes las cavidades transpiradas son el antídoto. Pero claro, un martes a las tres y veintisiete lo que menos necesitaba la Humanidad era un naufragio de autoconvencimiento berreta y con esa sentencia dio por concluido su rosario de terremotos fabricados. Apoyó el pie derecho en el primer escalón y volvió a mirar hacia la cocina. No había apagado la luz. Subió la escalera y se cuidó de hacer algún ruido exagerado. La cabeza aterrizó en la almohada y recordó la última charla que tuvieron. Eran dos viejos soldados en una especie de tregua melancólica y la única diferencia entre ambos era que justo aquel día no llevaba con él ni una peca de lucidez. Esto se notó especialmente cuando se puso a decir verdades burras, de esas que no solucionan absolutamente nada pero que se dejan caer para que no se escape la última chance de lastimar. El resultado fue el esperable; lagrimas ajenas que duelen más que las propias y que dejan marcas. Para él no significaba nada que lo culpe de todo, sin embargo no tenía la necesidad de mirarlo de ese modo, y más sabiendo lo sensible que se vuelve un hombre que intuye el abandono. Una pierna poco atenta invadió su costado de la cama y le cacheteó los pensamientos y no tuvo más opción que volver a la incomodidad del hoy. “La trampa del presente es aterradoramente eficaz y no se puede salir ileso” susurró, tal vez con la pretensión inconsciente de despertarla y así tener la chance de que ella en un arrebato de piedad biblica se vista y se marche sin saludar. Por supuesto nada de aquella fantasia egoista sucedió y entonces la miró y jugó a descubrir los lunares que se escondían bajo los pliegues de la sábana. Se aburrió rápidamente y volvió a aquellas lágrimas que se llevaron la última cana de decencia que le quedaba. Ahora sabía que ese robo inmoral que es el llanto de una mujer lo puso nervioso y sumado al miedo lo tentó a decir que no la necesitaba más, que por fin se daba cuenta que no la merecía y que mientras le quede su habilidad para corromper gente nada importaba demasiado. En ese instante que durará toda la vida se declaró hereje a su Diosa Personal. Notó que se arrepentía solo de la parte en que negó su dependencia porque estaba claro que ella era la dueña de su Patria Potestad. De eso y de no haberse acordado de las moscas. Porque una cucaracha podía faltar sin aviso una noche y a nadie le quitaría el sueño. Ni siquiera a él.